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martes, 26 de octubre de 2010

La Torre de los Relojes (cuento)


La Torre de los Relojes



Desviándome del camino, llegué a tierras muy lejanas, habitadas por animales mecánicos y otros seres que jamás había visto. Los árboles crecían en forma espiralada y se perdían de vista en el cielo. Estuve casi un día entero recorriendo ese extraño bosque y jamás vi llegar la noche. Ése lugar estaba envuelto en un eterno amanecer… o en un eterno ocaso. No estoy muy seguro.
Luego de transcurrir un tiempo, me topé con un enorme castillo, al pie de una colina. No había guardias que custodiaran las puertas, así que entré, con la esperanza de encontrar alguna persona que me diera alojamiento y pudiera proveerme de algunos víveres para continuar mi viaje.
Sin embargo, el castillo parecía abandonado y a pesar de que demostraba haber sido un edificio lujoso y bello en otro tiempo, el polvo y las telarañas lo habían ido devorando con el paso de los años.
Atravesando el gran salón, subí por escaleras y crucé pasillos y puertas, sin saber muy bien a dónde me dirigía, ni qué buscaba, pero siguiendo un camino, un camino que conocía de algún modo.
Un sonido, que no podía definir con exactitud, me guiaba; y ése sonido me llevó hasta lo alto de la torre oeste del castillo. Abrí una vieja puerta de madera labrada, y encontré una habitación repleta de relojes de todo tamaño y forma. El sonido aumentó: “Tic-Tac, Tic-Tac, Tic-Tac…”
Relojes de arena, relojes de pie, relojes de péndulo, de madera, cristal; de oro y plata, cientos de ellos, miles, y todos cantando a coro la misma canción: “Tic-Tac, Tic-Tac, Tic-Tac!”
Avancé unos pasos y pude ver, próximo a la única ventana del cuarto, sentado sobre una silla antigua a un anciano de larga barba y cabellera blanca, con la mirada perdida entre todos los relojes. Lo saludé y le pregunté en qué lugar nos encontrábamos, pero el viejo sólo se limitó a girar su cabeza hacia mí lánguidamente: sus ojos estaban ciegos.
Intentó ponerse de pie, mas no pudo lograrlo. Se hallaba demasiado viejo, demasiado cansado y débil. Decidí acercarme para ayudarlo, y cuando estuve a su lado, entre balbuceos, se desabrochó la camisa y me señaló su pecho. Quedé horrorizado. En el lugar del corazón, había una cajita de madera de ébano, y dentro, detrás de un cristal, un reloj que hacía “Tic-Tac” como los demás, pero las agujas giraban más lentamente.
Me lancé hacia atrás espantado, pero sin poder quitar mi vista de aquél reloj, que repentinamente se detuvo. El anciano suspiró aliviado y se desplomó en su silla. Había muerto.
Me dispuse a marcharme de allí lo antes posible, pero la puerta se cerró violentamente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al oír un nuevo “Tic-Tac”. Un “Tic-Tac” que no provenía de ninguno de los otros relojes. Hice mi camisa jirones, desesperado y ahí lo ví. Estaba condenado. En dónde antes reposaba un corazón, una cajita con un reloj adentro tomaba su lugar.
Entonces, empujé el cadáver del anciano de la silla y tomé asiento. Permanecería allí hasta el fin… o hasta que una nueva persona tomara mi lugar…

Arwen Kei-sama

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